Casi todo el mundo asocia las festividades navideñas con una época de alegría forzosa y felicidad contenida pero más allá de nostalgias, pérdidas y ausencias también oculta historias desafortunadas con enigmas y mala conjugación de la fórmula espacio / tiempo.
Precisamente pocas jornadas antes de la Navidad de 1952, en concreto el día 20, el cantante de country Hank Williams colocaba en los «charts» la que sería su última canción, sorprendentemente de título premonitorio, «I’ll never get out of this world alive».
Decían de él que no era capaz ni de leer una revista de cómics pero con una guitarra en las manos pulsaba como nadie las cuerdas que dibujan y afinan el alma y espíritu humanos.
El invierno de aquel año se estrenó con una fuerte tempestad de nieve que golpeó todo el territorio del «mid-south» a la vez que se extendía por una amplia zona del país. Williams, frente a la imposibilidad de desplazarse en avión se vio obligado a modificar su calendario de actuaciones y montado en su Cadillac de color azul celeste y en manos de un chófer inexperto se dirigió a Canton (Ohio) donde tenía programado un concierto para el primer día del nuevo año. Pasada la medianoche, el conductor se detuvo en una estación de servicio, en el 611 de Main St.W ya dentro del término municipal de Oak Hill (West Virginia) y al querer comprobar el estado de su pasajero se dio cuenta que yacía muerto en el asiento posterior rodeado de latas de cerveza vacías y recortes de letras de composiciones incompletas.
Actualmente, el lugar se puede reconocer por la presencia de un pequeño monolito de piedra y una sencilla placa conmemorativa abriendo paso a la leyenda de un músico marcado por la desgracia y la mala suerte que se marchó con tan solo 29 años.